El
Vaticà ha fet públic el Missatge del Papa Francesc per a la 87 Jornada
Missionera Mundial 2013 , que celebrarem el proper 20 d'octubre.
Els
orígens d'aquesta Jornada remunten a l'any 1926 , quan l'Obra de la
Propagació de la Fe , per suggeriment del Cercle missioner del Seminari
de la ciutat italiana de Sàsser , va proposar al Papa Pio XI convocar
una jornada anual a favor de l'activitat missionera de l'Església universal . La
petició va ser acollida favorablement i l'any successiu ( 1927 ) va ser
celebrada la primera "Jornada Missionera Mundial per a la propagació de
la fe " , establint que aquesta es commemori cada penúltim diumenge
d'octubre , tradicionalment reconegut com a mes missioner per excel ·
lència .
En
aquest dia els fidels de tots els continents estan cridats a obrir els
seus cors a les exigències espirituals de les missions ia comprometre
amb gestos concrets de solidaritat en suport de totes les Esglésies
joves . D'aquesta
manera amb les ofrenes de la Jornada , es sostenen projectes per
consolidar l'Església mitjançant l'ajuda als catequistes , als seminaris
amb la formació del clergat local , ia l'assistència sociosanitària de
la infància .
Text complet del Missatge del Papa Francesc per a la 87 Jornada Missionera Mundial
Queridos hermanos y hermanas:
Este año celebramos la Jornada Mundial de las
Misiones mientras se clausura el Año de la fe, ocasión importante para
fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que
anuncia el Evangelio con valentía. En esta prospectiva, quisiera proponer
algunas reflexiones.
1. La fe es un don precioso de Dios, que abre
nuestra mente para que lo podamos conocer y amar, Él quiere relacionarse con
nosotros para hacernos partícipes de su misma vida y hacer que la nuestra esté
más llena de significado, que sea más buena, más bella. Dios nos ama. Pero la
fe necesita ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta personal, el
coraje de poner nuestra confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su
infinita misericordia. Es un don que no se reserva sólo a unos pocos, sino que
se ofrece a todos generosamente. Todo el mundo debería poder experimentar la
alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación. Y es un don que no se
puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos
guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados,
estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de
Cristo y es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El
impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial»
(Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”,
cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y
proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo del propio ambiente para
llevarla también a las “periferia”, especialmente a aquellas que aún no han
tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel
personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los
demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las
personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.
2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia
del inicio del Concilio Vaticano II, es un estímulo para que toda la Iglesia
reciba una conciencia renovada de su presencia en el mundo contemporáneo, de su
misión entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es sólo una
cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos
independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no sólo atraviesan
lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El
Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la
tarea de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de
todas las comunidades cristianas: «Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades,
sobre todo diocesanas y parroquiales, en las que de algún modo se hace visible,
a ellas pertenece también dar testimonio de Cristo delante de las gentes»
(Decr. Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer
propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch
1,8), no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto
esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con
nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos
en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes, a los
consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la
Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y
formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si
no contiene el propósito de “dar testimonio de Cristo ante las naciones”, ante
todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la
vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los
aspectos de la vida cristiana.
3. A menudo, la obra de evangelización encuentra
obstáculos no sólo fuera, sino dentro de la comunidad eclesial. A veces el
fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el mensaje de
Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en
ocasiones, todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la
libertad. A este respecto, Pablo VI usa palabras iluminadoras: «Sería... un
error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero
proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por
Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres
que luego pueda hacer... es un homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii
nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor y la alegría de proponer, con
respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús
ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha
confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra.
Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y se propone es la violencia, la
mentira, el error. Es urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida
buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior
mismo de la Iglesia. Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un
principio fundamental de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin
la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que
es siempre eclesial. Pablo VI escribía que «cuando el más humilde predicador,
catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su
pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo,
ejerce un acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye o por
inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre»
(ibíd., 60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y
evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado
por el Espíritu Santo.
4. En nuestra época, la movilidad generalizada y
la facilidad de comunicación a través de los nuevos medios de comunicación han
mezclado entre sí los pueblos, el conocimiento, las experiencias. Por motivos
de trabajo, familias enteras se trasladan de un continente a otro; los
intercambios profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos
análogos empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso
para las comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes
están de paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio. Además,
en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece
el número de los que son ajenos a la fe, indiferentes a la dimensión religiosa
o animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados
escojan estilos de vida que les alejan de la fe, convirtiéndolos en necesitados
de una “nueva evangelización”. A esto se suma el hecho de que a una gran parte
de la humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que
vivimos en una época de crisis que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la
economía, las finanzas, la seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino
también la del sentido profundo de la vida y los valores fundamentales que la
animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que
causan inseguridad y fatiga para encontrar el camino hacia una paz estable. En
esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro
parece estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente el llevar
con valentía a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de
esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su
misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es
capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El
hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que
sólo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de
nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La
naturaleza misionera de la Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida
que ilumina el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito una vez
más– no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una
comunidad de personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han
vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir
esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el
Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
5. Quisiera animar a todos a ser portadores de la
buena noticia de Cristo, y estoy agradecido especialmente a los misioneros y
misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y a
los fieles laicos –cada vez más numerosos– que, acogiendo la llamada del Señor,
dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de
las suyas. Pero también me gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes
están trabajando generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se
encuentran en dificultad –no es raro que se trate de Iglesias de antigua
cristiandad– llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que
renueva la vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo
al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt
28,19) es una riqueza para cada una de las iglesias particulares, para cada
comunidad, y donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una
ganancia. Hago un llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a
responder con generosidad a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida,
y a no tener miedo de ser generosos con el Señor. Invito también a los obispos,
las familias religiosas, las comunidades y todas las agregaciones cristianas a
sostener, con visión de futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad
gentes y a ayudar a las iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y
religiosas y laicos para fortalecer la comunidad cristiana. Y esta atención
debe estar también presente entre las iglesias que forman parte de una misma
Conferencia Episcopal o de una Región: es importante que las iglesias más ricas
en vocaciones ayuden con generosidad a las que sufren por su escasez. Al mismo
tiempo exhorto a los misioneros y a las misioneras, especialmente los
sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su precioso servicio
en las iglesias a las que son destinados, y a llevar su alegría y su
experiencia a las iglesias de las que proceden, recordando cómo Pablo y
Bernabé, al final de su primer viaje misionero «contaron todo lo que Dios había
hecho a través de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles»
(Hch 14,27). Ellos pueden llegar a ser un camino hacia una especie de
“restitución” de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo
que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría
de compartir la fe en un intercambio que enriquece mutuamente en el camino de
seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo. Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos– que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo. Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos– que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
Vaticano, 19 de mayo de 2013, Solemnidad de
Pentecostés
FRANCISCO