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sábado, 30 de abril de 2016

“No hay cruz sin Cristo”

El Obispo de Bangassou, el cordobés Mons. Juan José Aguirre (misionero comboniano), ha enviado este escrito en el que reflexiona sobre cómo viven la experiencia de la cruz los misioneros.

“Una cruz vacía es una cruz imperfecta. Las prefiero con Cristo como la imagen del Cristo de los estudiantes el viernes de pasión por las calles de Córdoba. Creo que una cruz vacía es como un vaso de agua sin agua, es como un universo sin aire, una hoguera sin fuego. Los misioneros, sobre todo en zonas de alto riesgo, de tanto ver, acabamos siendo los especialistas de muchas de las cruces del mundo, de muchos crucificados del planeta, no solo de personas crucificadas por su fe o por la sinrazón de otros, sino también, especialistas del calvario de pueblos enteros crucificados. Mirando el rostro de los Cristos de la Semana Santa española, con cientos de miles de cofrades y penitentes ¿quién si no, mejor que el pueblo español, debería entender el horror que vive el pueblo Yazirí en Siria, o la catástrofe de un precioso mar Mediterráneo convertido en un inmenso cementerio de 4.000 marginalizados, o el clamor de ancianos y niños, de mujeres preñadas y de campesinos ardiendo vivos en iglesias del norte de Nigeria por la fiebre asesina de criminales del Boko-haram...? ¿Quién podría comprender mejor el torrente de lágrimas de una madre del Kurdistán o la angustia de una travesía a ciegas hacia las costas de la isla de Lesbos o la incertidumbre de una familia que se juega la vida en el campo de refugiados llamado la ‘jungla’ en la ciudad francesa de Calais, que alguien que contempla el cuerpo y el rostro del Cristo de las lágrimas del Parque Figueroa, del cachorro de Sevilla o de las imágenes de pasión de Valladolid?

Nosotros los misioneros estamos en primera línea todo el año. Viernes de pasión en directo, no desde la tele. Tocamos el dolor en caliente desde cuando empieza a desgarrar. A veces te das de bruces con él. A mediados de febrero 2016 fui a recoger a un joven a 120 km. de Bangassou. Un prófugo. Se escapaba de un infierno, de 4 años viviendo como esclavo con un grupo de rebeldes ugandeses de la LRA. Alain, así me ha dicho que se llama, me ha contado su historia con voz entrecortada, medio K. O., aturdido por haber perdido las referencias y sentirse desubicado, perdido después de 4 años de miseria, suciedad, selva sofocante, testigo de mil crímenes, incluso cómplice de cientos de otros. Me ha contado que lo secuestraron a él, a su mujer y a sus hijos, también a su madre, y la familia entera de su hermano con hijos incluidos del que se separó al poco tiempo. A su madre la perdió cuando fue incapaz de transportar todos los kilos que le habían puesto encima y su columna vertebral de quebró como el cristal. De un machetazo se libraron de ella. Su mujer fue a parar al círculo de un comandante rebelde que la ‘protegía’ abusando de ella en todo cuanto podía. La dejó embarazada y Alain me dijo que murió 6 meses después, en una de aquellas extenuantes caminatas transportando bienes robados, de una hemorragia en un mal sitio y en un mal momento. Me dijo que la sangre resbalaba por sus piernas como de un grifo abierto con restos de feto incluido. A sus hijos los perdió de vista hace años y él se escapó a mitad de febrero. Así me fue desgranando pedazos espeluznantes de su corta biografía. No me extraña que esté K. O. Lo dejé en un hospital de donde será evacuado a la capital. Allí, gente sesuda lo interrogará y exprimirá como un limón hasta que un psicólogo le ayude a rebobinar los mejores momentos de su vida antes del secuestro y a pensar en positivo. Hasta que empiece por sí solo a descubrir si queda alguien vivo de su familia... Pido a mi Dios que me dé el don de la empatía, de la compasión, de saber meterme en la piel de un clandestino de los que Mons. Agrelo denuncia sus estremecimientos en Tánger, de una familia que se echa a la mar con niños pequeños para llegar a las costas griegas o de quien quiera que esté sufriendo en esta tierra.
Alain es hoy para mí la cara de nuestro Cristo y en esta Semana Santa, es la imagen de nuestra cruz. Como decía antes, los misioneros, distribuidos por todas las geografías del planeta conocemos al dedillo muchos ejemplos de cruz con Cristo y de un Cristo con rostro, con manos, con pies, con corazón y con alma.
Recuerdo el rostro de una mujer refugiada en la misión, acusada de brujería y amenazada de muerte por una masa de gente histérica y ciega. Recuerdo su rostro apergaminado de arrugas. Un rostro surcado por cien ríos y mil afluentes, un rostro cargado con todas las amarguras de su pasado y las incertidumbres del futuro. Un rostro con ojos afilados como un bisturí pero, al mismo tiempo, expertos en vida, testigos de mil muertes en un continente en donde la muerte está barata; cómplices de cien duelos aquí donde acompañar a los muertos en su tránsito final es un deber sagrado; cuajados de lágrimas, símbolo del desconsuelo en que hallaba. El rostro de aquella mujer surcado de arrugas era el rostro de Cristo crucificado, del Cristo atado a la columna y de tantas otras imágenes.
Recuerdo otra foto y unas manos roídas por la vida. Manos de piel cuarteada y venas sinuosas. Las manos se abrían en cruz para agarrar un haz de leña. La leña pesaba sobre la espalda de un hombre y las manos la sostenían mientras el cuerpo se encorvaba y dolía. No eran unas manos bonitas, ni tenían uñas cuidadas, ni brillaban de cremas ni olían de aromas. Eran las manos de uno de los miles de empobrecidos, que por suerte o por desgracia, les toca vivir sólo con el sudor de su frente, sin más ayuda gubernamental que la de permitirles vivir. No se veían en ellas ni el boquete de los clavos ni los raspones de las caídas. Pero se intuían unas manos crucificadas sin clavos, traspasadas por dureza de la vida.
¿Qué decir de los pies de Cristo? Los pies de un Cristo clavado, la anatomía deformada por los nervios tetánicos, son una lección de vida. Los pies son el resumen de una biografía, el legado de un pasado, la herencia de un presente y un escrito codificado de lo que ha sido la vida de una persona. Pies contraídos, pies torcidos por el reuma, pies consumidos por el trajín, pies cansados, pies machacados por la carga, pies doloridos del mucho estar de pie. Recuerdo los pies de Madre Teresa en los últimos años de su vida y mas que pies eran un garabato. Aquellos pies resumían el calvario de su preciosa vida. Aunque también reflejaban el mucho bien acumulado, el amor ofrecido y el dolor compartido. Mirad los pies de cualquier Cristo, crucificado o no y leeréis en ellos su maravillosa vida y la fuerza inmensa de su personalidad única e irrepetible.
El corazón del crucificado se le imagina a través de la llaga del costado. Y pienso en las llagas abiertas de la humanidad, ahora más que nunca, cuando el odio del islamismo radical ha salpicado a enteros continentes. Criminales que matan en nombre de Dios son solamente criminales que ponen a la religión como una pantalla para justificar sus crímenes. Los romanos maltrataron a Jesús y lo mataron porque cumplían órdenes. Los radicales lo hacen porque supuran odio irracional, un odio que abre llagas y rasga corazones. La violencia impone la injusticia y la generaliza. Jesús triunfa de la violencia con su mansedumbre y su sentido común. Llagas abiertas en la fe de la vieja Europa en donde, como en un cascarón vacío la fe se desmorona a cachitos, a trozos, una generación tras otra. Llagas abiertas en el continente americano, en la selva de las tribus amazónicas, llagas abiertas por el consumismo a ultranza, por la adoración del dios dinero, llagas putrefactas en zonas del mundo donde se explotan niños, se secuestran niñas, se abusa de jóvenes perdidas o se machaca sin piedad a personas honradas: cada uno de esos momentos son una lanzada en el corazón de nuestro Cristo de la semana santa.
Pero queda el alma de nuestro Cristo que no es otra que la certeza de su resurrección. Un Cristo que no resucita es un pobre cristo, un cristo inacabado, un cristo fallido. Un Cristo resucitado es aquel que inunda de esperanza los rostros, las manos, los pies y las llagas de una humanidad a la deriva. Por eso el alma de la pasión se entrevé también durante las torturas porque la muerte es solamente la antesala de la vida. Cristo es vida porque resucita. Está resucitado cuando salen las cofradías.
Resucita cuando la Iglesia vive el Evangelio y no se pliega ante el Dios dinero. Resucita cuando es misericordiosa, cuando los misioneros van por todo el mundo hablando de su muerte-vida y de que somos cristianos cuando hacemos cómo él hizo, vivimos como Él vivió, hablamos cómo Él habló y sabemos morir, más o menos, con la fe en la vida eterna con la que Él murió”.
OMPRESS-CENTROÁFRICA (23-03-16)